Editorial

Una espiral de violencia ha vestido de luto toda la Tierra Santa en estos últimos meses. Muchos han perdido la esperanza en que la paz sea humanamente posible. Los que nos dedicamos al estudio de las Escrituras no podíamos quedar indiferentes. Pero los encendidos debates que han tenido lugar entre los colegas en los foros académicos que más frecuentamos no parecen haber alcanzado el grado de criticidad que caracterizan los trabajos científicos que se publican. Lejos de alumbrar alternativas, han exacerbado la polarización política e ideológica. Quizás las repuestas vengan por otro cauce.

En efecto, conocemos directamente experiencias concretas de convivencia pacífica y hasta de vida fraterna entre palestinos e israelíes, entre musulmanes, cristianos y judíos, con nombres y rostros propios. Y esas sí hacen renacer la esperanza. Valga como testimonio el relato de un colega y amigo alemán –que está casado con una mujer israelí y vive con su familia en Jerusalén– publicado en Kirchenzeitung für das Erzbistum Köln (12/04/24):

Cuando la semana pasada entré con mi hija en el gimnasio de su escuela bilingüe hebrea y árabe Hand in Hand, pude contemplar el rostro de la humanidad que parecía haberse perdido en la guerra. Judíos y judías, cristianos y cristianas, musulmanes y musulmanas se reunían a la hora de romper el ayuno del Ramadán. Ni siquiera esta comida comunitaria y festiva es algo habitual en estos tiempos. Pero lo que ocurrió antes de la comida en común fue una utopía hecha realidad: padres y estudiantes preparaban juntos paquetes de ayuda solidaria: para familias palestinas e israelíes necesitadas; para los israelíes que tuvieron que abandonar sus hogares en el norte y el sur debido a la guerra, y para los huérfanos palestinos de la Franja de Gaza. Incluso después de seis meses de odio, miedo a la muerte y violencia, ¡una realidad diferente es posible! Los niños escribían en los paquetes ‘Con amor’ en árabe y hebreo, sembrando esperanza en tiempos de desesperanza (T. M. S.).

Es la respuesta de quienes se niegan a odiar, no se dejan arrastrar por la corriente de la maldad y del miedo. Como lo afirmaba el periodista Marcel Reif –hijo de un sobreviviente de la Shoah– en su discurso pronunciado en el Parlamento alemán durante el acto en memoria de las víctimas del nacionalsocialismo (31/01/24). Recordaba que su padre jamás había hablado de los horrores que le tocó vivir; pero siempre les había repetido como consejo, como recordatorio o como advertencia: “¡Sé un ser humano!”. Su mensaje paterno había sido claro y sin ambigüedades: “¡Sé humano!”. Y lo decía alguien que había experimentado la inhumanidad y el desprecio por la humanidad, esa maldad de quien busca aniquilar todo lo que no es idéntico a uno mismo: lo que no es de tu misma nación o de tu misma religión o no es blanco o no es sano. “¡Sé humano!” ¡Sé una persona que decide obrar a favor del bien!

Y es que la humanidad entera parece estar necesitando recordar aquel otro mandato paterno: “Se te ha indicado, hombre, qué es lo bueno y qué exige de ti el Señor: nada más que practicar la justicia, amar la fidelidad y caminar humildemente con tu Dios” (Mi 6,8).

Jorge M. Blunda

Director