M. J. Guevara, Aproximación a la historia de los orígenes de Israel. Notas de la presentación de un estado de la cuestión, Verbo Divino, Estella 2021, 255 pp. ISBN 978-84-973-739-2 / ISBN Ebook 978-84-973-740-8.

La autora reconoce desde el comienzo de su obra los desafíos y limitaciones que implica intentar reconstruir los orígenes de Israel y, por eso, incluye en su título la palabra “aproximación”, introduciendo así los conflictos que surgen entre una interpretación literal de los textos bíblicos y las conclusiones que ofrecen las distintas ciencias puestas al servicio de su análisis. Una de las tensiones más evidentes surge en el ámbito arqueológico donde los resultados de las excavaciones y el análisis de las materialidades no se condicen con algunas historias narradas en la Biblia, en especial a lo que corresponde los relatos patriarcales, las narraciones sobre el Éxodo y los orígenes de la monarquía. Así, la autora plantea que la arqueología, que pretende ser un instrumento científico al servicio de esta empresa, ha quedado a merced de las orientaciones e intereses que se debaten entre dos ámbitos, el americano-israelí y el europeo; el primero de tendencia maximalista que privilegia la literalidad e historicidad de los relatos bíblicos, y el segundo que desestima todo aquello que entra en evidente contradicción con los datos científicos. Estos conflictos están marcados, entre otros factores, por los intereses políticos y religiosos que surgen a partir de la creación del estado de Israel y que no son ajenos al momento de promover o desestimar las líneas de investigación que surgen desde diversos ámbitos universitarios, determinando en mayor o menor medida el apoyo económico para la ejecución de los proyectos patrocinados desde sus claustros. La autora deja en claro este panorama en su Introducción cuando habla de una arqueología “nacionalista” que de algún modo “pretende contribuir a la creación de una identidad nacional” (17) y por eso propone que “el estudioso debe combatir en el siglo xxi la falacia de una supuesta condición neutral de la arqueología” (21).

Para ello estructura su obra en dos partes, la primera parte orientada a los diversos acontecimientos y actores que marcaron el período de Bronce y su transición al Hierro en la región del Levante (capítulos 1 al 3), y la segunda parte orientada a las distintas etapas del período de Hierro en Canaán con un extenso capítulo 4 estructurado en dos partes: a) El Hierro I – Los nuevos asentamientos en las tierras altas, y b) El desarrollo de Israel a lo largo del Hierro II (1000-586 a. C.). Al final plantea un breve capítulo dedicado a las conclusiones seguido de abundante bibliografía.

En el cap. 1, la autora plantea las características generales del Período de Bronce en el Levante, sus etapas, la economía y las estructuras políticas de sus principales actores: Egipto, el Imperio hitita, los hurritas, Ugarit, Chipre, los pueblos nómadas, los “pueblos de mar” y “los pueblos del interior” (apiru/shashu) para luego ubicar en este contexto a un grupo llamado Israel en el contexto del Bronce reciente basando sus conclusiones especialmente en un fragmento de las inscripciones de la estela de Merneptah (ca. 1207 a. C.), encontrada en el templo de Karnak que dice: “devastado Israel, sin descendencia posible”. Luego analiza el período de Bronce en el Levante a partir de los marcadores topográficos del territorio de Canaán resaltando el dominio e la influencia de Egipto en la región para luego analizar elementos específicos cananeos como sus materialidades, cosmovisión y organización social durante este período. Las características afines entre los datos hasta aquí presentados y los que brindan los textos bíblicos que hacen referencia a Canaán y sus habitantes en los relatos patriarcales del ciclo de Abraham, le sirven de argumento para ubicar al sujeto de los textos bíblicos de forma “verosímil” en el Bronce tardío en Canaán. Sin embargo, la autora incorpora en el análisis otros textos donde la historiografía bíblica ubica a los cananeos en períodos posteriores como la época de los jueces e incluso la monarquía tardía, y lo hace con la intención de plantear cierta continuidad entre el Israel mencionado en la estela egipcia y el posteriormente asentado en Canaán para así poder concluir que “aunque no exista un consenso entre los autores para afirmar la existencia de una continuidad entre el Israel del Bronce reciente y el del Hierro II, resulta plausible que sea un grupo y el mismo que aparece identificado en la estela de Merneptah y por las inscripciones del período neoasirio” (85).

De modo similar, en el cap. 2 describe las características generales de la transición entre el Bronce y el Hierro y las posibles causas del colapso. Reconoce la importancia de Egipto en este período pese al declinar de otros grandes imperios y ciudades-estado, el declinar del comercio a gran escala y la disminución de las comunicaciones internacionales (88). Utiliza estas características del período para argumentar desde los textos bíblicos que los trabajos forzados y la posterior migración del Éxodo bíblico y su recorrido por la Vía Maris de Canaán tienen el mismo “sabor de autenticidad” (93) que los relatos patriarcales, para luego fundamentar su postura en “dos claves que refuerzan el sabor de autenticidad de estos relatos”: la importancia de las relaciones gentilicias de los grupos al margen del sistema de los palacios y la movilidad y actitud antipalatina de las tribus pastorales que los israelitas habrían reflejado en los relatos bíblicos (96).

En el cap. 3 orienta su estudio hacia la Edad de Bronce. Plantea una breve introducción con los cambios que caracterizan este período entre los que destaca el uso extendido del hierro en manufacturas de todo tipo y la introducción de la escritura. Luego describe los problemas que surgen al intentar establecer una cronología de la época y compara la postura “tradicional”, que sigue la cronología alta y ubica a Israel asentado en Canaán desde siglo xii a. C., con la cronología baja (entre cuyos seguidores estaría Finkelstein), que desplaza el origen del Período de Hierro en Canaán a comienzos del siglo xii a. C. En este punto la autora toma partido por la primera “porque en opinión de C. Aznar los argumentos arqueológicos en favor de la cronología tradicional tienen más fuerza” (p. 101). Luego presenta un breve cuadro comparativo de las distintas etapas del Hierro según ambas posturas donde señala la importancia de los filisteos en la región, sus orígenes, los períodos de asentamiento en Canaán y los rasgos singulares de su cultura material y, siguiendo su línea argumentativa previa, compara estos datos con los que brindan los textos bíblicos que mencionan a este pueblo o describen sus costumbres. Otro tanto hace con los fenicios, los reinos de la Transjordania (Amón, Moab, Edom) y los arameos, asociando en cada caso textos bíblicos.

El cap. 4, el más extenso de todo el libro (100 páginas, si se excluye la bibliografía) está dedicado al período de Hierro en Canaán y contiene dos partes, la primera es corta y dedicada al Hierro I y la segunda mucho más extensa orientada al desarrollo de Israel a lo largo del Hierro II (1000-586 a. C.).

En la Parte I y, a modo de introducción, hace un breve recorrido por las distintas teorías sobre la aparición de Israel en las tierras altas (W. F. Albright y su hipótesis amorrea, A. Alt y M. Noth con su planteo de ocupación pacífica, G. Mendenhall y el origen cananeo), y por último la autora asiente con el modelo de evolución y desviación planteado por B. Mazar que plantea que los habitantes de la región, cansados de la inseguridad política de la Edad del Bronce en Canaán y decididos a no vivir más en la miseria que plantaban las grandes urbes de la época, habrían creado una “base económica de vida mediante una explotación agrícola de las regiones montañosas y comarcas circundantes” (137). Luego se concentra en las características de los asentamientos en las tierras altas entre los que destaca la falta de grandes urbes en la región, un tipo de vivienda de 4 habitaciones como un elemento característico de la construcción en pequeños poblados, los restos materiales con ausencia de restos de inhumaciones, el uso característico de la “jarra de collar” y la ausencia de huesos de cerdo entre los restos orgánicos (elemento identitario definitivo según I. Finkelstein). Todos estos datos abonarían la hipótesis de un origen cananeo de los “proto-israelitas”, a diferencia del “modelo de adaptación progresiva” sostenido por A. Faust que propone la “etnogénesis de Israel” en el Hierro I. Por último, la autora plantea distintas hipótesis sobre el origen del culto a Yahvé ya sea dentro o fuera del territorio de Canaán, por lo que no se podría considerar este tipo de culto como un rasgo identitario de los orígenes de Israel ya que el “monoyavismo” sería producto de un paulatino decantamiento a lo largo del período de Hierro (152). En cambio, vuelve a señalar lo que ella denomina un “sabor de autenticidad” de los relatos bíblicos (153) según los cuales “el origen de Israel hay que buscarlo fuera del territorio de Canaán y su identidad está claramente definida en las leyes dadas durante el tiempo del desierto con la mediación de Moisés, una identidad que ha de preservarse constantemente frente a la amenaza de la identidad del otro” (157).

En la Parte II plantea dos períodos históricos relacionados con la expansión Asiria en la zona y la emergencia de la monarquía de Omrí (885-853 a. C.) en el territorio del norte, el primero corresponde al Período de Hierro IIa (ca. 1000-925 a. C.) y el segundo al Período de Hierro IIb (ca. 925-720 a. C.).

El estudio del Hierro IIa en la región del Levante es tratado por la autora en poco más de 4 páginas donde resalta la importancia fenicia en la configuración política de la zona que ayudó a formar un estado nacional con capital en Samaria organizado monárquicamente, para luego plantear muy sucintamente las contradicciones de los hallazgos arqueológicos con los relatos bíblicos sobre Judá durante el período monárquico. Si bien cita las contundentes opiniones de Finkelstein – Silberman (162) y Liverani (163), que niegan la existencia de una monarquía davídica unida con capital en Jerusalén durante este período, y reconoce la ausencia de Israel en los registros del faraón Sheshonq I (finales del s. x a. C.) en el templo de Karnak (mencionado en 1 Re 14,25-27 como quien robó los tesoros del templo de Jerusalén), solo al pasar define el estado de la cuestión como un “desajuste entre el relato bíblico y la información de la que disponemos por las fuentes no bíblicas (que) se inclina en favor de las segundas y permite sospechar de la historicidad del relato bíblico” (164).

El estudio del Hierro IIb (ca. 925-720 a. C.) constituye el núcleo de la Parte II del capítulo (164-232). Está caracterizado por la expansión asiria en el Levante y su dominio sobre los territorios del norte de la Sefelá, la destrucción parcial de Samaria y la anexión del territorio circundante convertidos en la provincia asiria de Samerina. Sobre las deportaciones mencionadas en 2 Re 15–18 (y que, según la historiografía bíblica habrían conducido a todo Israel a Asiria “quedando solamente la tribu de Judá” según el texto bíblico de 2 Re 17,18, cita omitida por la autora), las considera posibles dentro de un plan estratégico de expansión asiria (168). Reconoce la relativa importancia de Jerusalén en el siglo ix a. C. ya que “el Reino del Sur seguía siendo identificado como una monarquía de carácter familiar-tribal” y que su capital, Jerusalén, todavía conservaba “el diseño y los edificios de la ciudad del Bronce, y que no se renovaría hasta el siglo siguiente” (169). Hace un breve recorrido por las campañas asirias en la región y comenta la derrota que Senaquerib infligió a Egipto en Eltekeh (701 a. C.) que condujo a que la Sefelá judaíta fuera arrasada y Jerusalén sufriera un duro asedio del que, sin embargo, logró sobrevivir. Una mención a “Ezequías, el judío” en las inscripciones asiria citadas en los Anales de Senaquerib (publicadas por Luckenbill en 1924 y retomadas por Liverani en Más allá de la Biblia [177] y datadas en los principios del siglo vii a. C.) le sirven a la autora para afirmar que “en todo caso, las fuentes asirias confirman ya la existencia de una entidad política en el sur de Israel, con un rey, Ezequías, y una capital, Jerusalén” (170). Utiliza varios textos bíblicos que mencionan directa o indirectamente a Asiria o remiten a su ideología imperial para ilustrar la presencia asiria en la región y así poder concluir que “si bien, hoy por hoy, carecemos de información extrabíblica sobre los albores de esa constitución de dos entidades israelitas independientes […] parece que desde mediados del siglo ix a. C. sí parece plausible hablar de la existencia histórica de ‘dos entidades políticas israelitas’: Israel y Judá” (176) aunque a continuación aclara que “las fuentes extrabíblicas, sin embargo, aportan muy poca información sobre Judá durante el período asirio” (177).

La expansión asiria en el sur del Levante, detallada en el punto 3, merece su atención ya que allí expone los resultados arqueológicos sobre diversas excavaciones realizadas en Jerusalén (177-216). Presenta los trabajos realizados en la colina de la “Ciudad de David”, desde el siglo xix por Warren, y por Y. Shiloh en el “área G” que sacó a la luz la enorme estructura de piedra que se conoce como Stepped Stone Structure (SSS) que sujeta a modo de glacis la ladera noroeste y que, sin embargo, no han aportado información sustancial sobre la ciudad durante el período monárquico; más bien, como comenta la autora siguiendo a Na’aman, “solo podemos decir que sus límites estaba en la Sefelá, donde no ejercía ningún control sobre las ciudades importantes” (186). A continuación presenta el controvertido estudio de la arqueóloga Eilat Mazar de la Universidad Hebrea de Jerusalén, realizado en la parte superior de la SSS y que condujo al descubrimiento de la llamada Large Stone Structure (LSS) que Mazar atribuye a las ruinas del palacio de David, aunque su datación es muy controvertida y los hallazgos no dan soporte sólido a su teoría. Luego siguen los trabajos en el manantial del Guijón y el llamado pozo de Warren que habría abastecido de agua a la ciudad durante el Período de Bronce, “aunque no se haya podido llegar a ningún consenso en torno a las posibles murallas de la ciudad” (195). A un resultado similar arribaron las excavaciones en el Ophel mientras que las investigaciones sobre otras fuentes de información como los sellos y bullae ayudarían a confirmar la existencia de una estructura política de “cierta complejidad en Jerusalén” (210) recién en los albores del siglo vii a. C. Asimismo los trabajos realizados en la Sefelá, en Khirbet Queiyafa cuya existencia efímera es difícil de datar antes de finales del xi a. C., Khirbet al-Rai ubicada en el siglo vii a. C. y los hallazgos del templo Tel Moza “confirmarían que en el siglo viii el territorio de Judá constituía ya una entidad política de notable envergadura” (216).

El último punto del cap. 4 está dedicado a la arqueología de las ciudades capital del Reino del Norte. En cuanto a Siquem y Tirsá, de la primera hay registros arqueológicos del Bronce (que confirmarían los datos aportados por los documentos de Amarna) y otros menos abundantes durante el Hierro, a diferencia de la segunda que fue ocupada ininterrumpidamente desde el 8500-600 a. C. y cuyo declive se condice con la conquista de los asirios contando con abundantes registros durante el Hierro. Pese a estos registros, y apoyándose en las afirmaciones de Finkelstein en lo relativo a Tirsá, la autora concluye que “con los datos disponibles, es imposible decidir si Tirsá fue, efectivamente, esa capital establecida por Jeroboam I de la que nos habla el relato bíblico” (220). En cuanto a Samaria, los trabajos sobre el terreno han mostrado la existencia de tres niveles bien definidos que se condicen con los datos bíblicos sobre la dinastía de los omritas, incluyendo su palacio construido en el siglo ix a. C. y ampliado posteriormente en el viii durante el reinado de Jeroboam II y el descubrimiento de un fragmento de una estela con una inscripción asiria atribuida a Sargón II que, según la autora, “en cierta manera, sirve para relacionarle con la destrucción de la ciudad” (223). El capítulo concluye con el análisis de los datos epigráficos neoasirios correspondientes a la estela del rey de Mesa de Moab y la de Hazael de Damasco (conocida como la estela de Dan), ambas del siglo ix a. C., los óstraca de Samaria de comienzos del viii a. C. y la inscripción del túnel de Siloé de difícil datación ya que fue arrancada de la pared y se exhibe actualmente en el palacio Top Kapi en Estambul.

La recapitulación de su trabajo y sus conclusiones finales reconocen lo limitado de los datos aportados para develar el enigma sobre los orígenes de Israel: “Por todo lo dicho, el estudio del origen de Israel sigue manteniendo un carácter ciertamente enigmático, difícil de explicar” (237). Sin embargo, en las últimas palabras del libro la autora apela al “respeto a la pretensión teológica del relato bíblico” para criticar veladamente los trabajos exegéticos sobre la historiografía bíblica, a la que denomina “pretensión historicista”, y lo hace mediante una cita textual del Magisterio de la Iglesia Católica, la constitución dogmática Dei Verbum: “[…] debe tenerse por afirmado por el Espíritu Santo, hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error…”, lo que según la autora. “nos obliga a no forzar una pretensión historicista en los mismos” (238). Esta negación desconoce el magisterio posterior de la Iglesia que considera indispensables los estudios exegéticos en la exposición e interpretación de los textos bíblicos, tal como lo afirman incluso documentos oficiales de la Iglesia católica, como la instrucción La interpretación de la Biblia en la Iglesia de la Pontificia Comisión Bíblica (1993).

Olga Gienini

Centro de Estudios de Historia del Antiguo Oriente

Universidad Católica Argentina

olgagienini@hotmail.com