Ianire Angulo Ordorika
Facultad de Teología de la Universidad Loyola Andalucía
iangulo@uloyola.es
https://orcid.org/0000-0003-3682-4151
Resumen: La justicia restaurativa se ha mostrado como un recurso útil y valioso para avanzar en la reconciliación y en el restablecimiento de los vínculos sociales y personales que la violencia ha roto. Si bien este concepto resulta ajeno a la Escritura, este artículo plantea cómo el relato bíblico del encuentro entre Esaú y Jacob concentra de manera germinal elementos propios de esta peculiar manera de subsanar las injusticias y cómo puede resultar útil a la hora de acompañar procesos restaurativos desde una perspectiva creyente. Para ello, antes de abordar el relato bíblico, se presentan las claves esenciales de la justicia restaurativa y se muestra cómo esta encuentra cierto eco en la percepción que tiene la Biblia de la justicia.
Palabras clave: Ciclo de Jacob. Justicia restaurativa. Fraternidad. Reconciliación.
Abstract: Restorative justice has been shown to be a useful and valuable resource for advancing reconciliation and reestablishing the social and personal bonds that violence has broken. Although this concept is foreign to Scripture, this article proposes how the biblical story of the encounter between Esau and Jacob concentrates in a germinal way elements of this peculiar way of redressing injustices and how it can be useful when accompanying restorative processes from a believing perspective. For this purpose, before dealing with the biblical story, the essential keys of restorative justice are presented, and it is shown how this finds a certain echo in the biblical perception of justice.
Keywords: Jacob’s Cycle. Restorative justice. Fraternity. Reconciliation.
Considerar la paz como una mera ausencia de guerra resulta una comprensión estrecha y limitante, tanto que es difícil que alguien se encuentre cómodo en esta definición1. Aun así, es en una situación de conflicto cuando esta más se añora y anhela, aunque su final no conlleve inmediatamente alcanzar la paz soñada. Cuando termina un enfrentamiento bélico y se firma un armisticio, se inicia una paz que es demasiado frágil. Fortalecerla y establecerla de forma permanente requiere realizar un proceso de reconciliación, lo que resulta una senda más larga, compleja y tortuosa2. En esta laboriosa tarea se ha demostrado cómo la justicia restaurativa se convierte en una aliada inestimable.
Antes de proponer cómo el encuentro entre Esaú y Jacob puede convertirse en un icono bíblico que ilustra la propuesta de reconciliación que hace la justicia restaurativa, nos vemos en la necesidad de realizar unos pasos previos. En primer lugar, presentaremos de modo sintético las claves esenciales que constituyen este particular modo de percibir el restablecimiento de las relaciones rotas. Gracias a una visión panorámica de sus principios e inquietudes podremos hacernos una idea más completa de aquello que buscan quienes abogan por esta manera de abordar los conflictos. En segundo lugar, volveremos la mirada a la Escritura para reconocer cómo las líneas fundamentales de esta comprensión de la justicia resultan coherentes con la mentalidad bíblica.
Ofrecer un estudio exhaustivo sobre qué es la justicia restaurativa y cuáles son sus fundamentos filosóficos desborda con mucho las pretensiones de este artículo3. Además, no existe una concepción unívoca de esta, tal y como ha mostrado la amplia literatura sobre ella y los distintos modelos que buscan ponerla en práctica4. La justicia restaurativa nace de replantearse tanto el concepto de delito como el de justicia, que se comprende de manera amplia y relacional. El crimen es percibido como una ofensa contra las personas y las relaciones que les unen, más que como un atentado contra la legislación. Esto explica que el delito sea un daño tal que no queda subsanado por el mero hecho de cumplir una condena judicial, sino que requiere, además, ser reparado.
El eje central en torno al que gira la justicia restaurativa es atender a las necesidades de todos los implicados. Las víctimas, que se convierten en el punto de partida de estos procesos, tienen necesidad de información, pues con frecuencia quedan al margen de los procesos penales. También requieren narrar cómo han vivido los hechos, así como recuperar el control que el delito les ha hecho perder. Además, han de ser restituidos por el daño sufrido.
Por su parte, los victimarios, sean conscientes o no de ello, también albergan sus propias necesidades a las que conviene responder. Ellos han de realizar un proceso que les permita captar y comprender el alcance y las consecuencias de sus acciones, pues solo así podrán asumir de manera activa su responsabilidad sobre ellas. Necesitan, además, adquirir la motivación que les capacite para iniciar un proceso de transformación personal. Este cambio les permitirá reintegrarse en la sociedad, así como desplegar empatía para con las personas a las que han dañado.
Desde una perspectiva más ideal, se entiende que también el grupo humano en cuyo seno se produce el delito es parte implicada en este. Este reconocimiento conlleva buscar cómo dar respuesta a sus necesidades como víctima secundaria, favorecer y desarrollar el sentido comunitario y adquirir la motivación que le permita asumir sus propias responsabilidades en cuanto comunidad. Es fácil intuir las dificultades prácticas que supone este planteamiento en sociedades modernas y urbanas, en las que el sentido de pertenencia y los vínculos interpersonales no resultan tan evidentes.
La centralidad del daño cometido y de las necesidades de los implicados que hemos explicado es la primera de las tres columnas sobre las que se sustenta la justicia restaurativa. El segundo pilar plantea que toda ofensa conlleva una serie de obligaciones que se han de asumir, mientras que el tercero y último es promover la participación de todos en el proceso de resolución de conflictos. Con la finalidad de enmendar el daño causado, que implica no solo abordar este, sino también sus causas, se pretende impulsar un proceso, pues tan importante como el resultado final es la senda que se transita. Este proceso ha de integrar a todas las partes afectadas de manera incluyente y colaborativa. Además, en la medida de lo posible, ha de avanzar impulsado por acuerdos consensuados y se debería caracterizar por la participación de todos los implicados.
Esta forma de establecer justicia no se plantea como un sustituto del sistema legal. Se trata, más bien, de una perspectiva diversa a la de la justicia penal. En el caso de la justicia restaurativa, esta se caracteriza por el rol activo de las víctimas y por fomentar el diálogo entre estas y los victimarios, de forma que la solución al conflicto surge de una búsqueda compartida. Para ello, se requiere que los ofensores asuman la responsabilidad de sus actos y, de algún modo, reparen el daño cometido. La pretensión de estos procesos restaurativos es la reparación de las víctimas, de manera material y simbólica5, y el restablecimiento de los vínculos personales y sociales que se rompieron con la ofensa.
La utilidad de estos mecanismos se ha demostrado en situaciones tan espinosas como el proceso de paz en Colombia o la reconciliación entre víctimas y terroristas de ETA en España6. La puesta en práctica de esta comprensión de la justicia, que no suele transcurrir por la vía judicial habitual, no encuentra una única senda para concretarse7. El complejo y largo proceso que supone la justicia restaurativa apuntaría a cuatro claves finales sobre las que quisiéramos llamar la atención de cara a este trabajo. Estas se derivan de lo explicado hasta ahora y a ellas volveremos al abordar la reconciliación entre Esaú y Jacob. Se trata del encuentro entre las partes afectadas, la reparación del daño causado, la reintegración de víctimas y victimarios, y la participación de todos en la resolución del conflicto.
Tras esta mirada panorámica, cabe preguntarnos en qué medida esta reflexión, que se ha desarrollado desde una inquietud cívica y desvinculada del pensamiento teológico, puede establecer conexiones con la lógica que atraviesa la Escritura.
A pesar de las raíces cristianas de la justicia restaurativa8, esta es una realidad moderna cuyo desarrollo resulta cercano en el tiempo. Aun así, su germen se encuentra en la Escritura, pues conecta con el concepto de justicia que caracteriza la mentalidad que atraviesa la Biblia9. Esta comprensión es mucho más amplia y compleja de la que solemos considerar, pues no se limita a percibirla desde parámetros exclusivamente legales.
El término hebreo que traducimos como justicia (ṣedāqāh) apunta a dos significados esenciales. Por una parte, indica un modo de relación que se caracteriza por la lealtad, la fidelidad y el compromiso por la construcción del grupo del que se es miembro. Por otra parte, también remite a la calidad de esos vínculos, que han de resultar armónicos y saludables para todos. Resulta evidente que lógica bíblica percibe la justicia como una realidad profundamente relacional y comunitaria. Este último aspecto resulta coherente con la percepción de identidad que caracteriza a los pueblos antiguos en general y a Israel en particular. La Biblia da testimonio de cómo la identidad personal no es percibida de manera individual, sino en la medida en que se pertenece a un grupo humano, sea un clan, una tribu o una familia10.
Desde esta perspectiva, la justicia es el ámbito capaz de garantizar vínculos de comunión entre los seres humanos y entre estos y Dios. De ahí se comprende con facilidad no solo que la justicia divina siempre sea salvífica, sino también el modo en que el Génesis esboza en los orígenes el proyecto del Creador y su ruptura por parte del ser humano.
Cuando el relato bíblico quiere presentar el sueño divino para toda la creación, lo hace esbozando un espacio de armonía originaria en el que las diferencias entre unos y otros no resultan problemáticas. Este ideal de Shalom primigenio evidencia que, en principio, la comunión no es cuestionada por la diversidad y que las relaciones justas no son aquellas que unen difuminando las discrepancias. El texto bíblico no es ingenuo, pues reconoce el desafío que las diferencias suponen para la justicia. No resulta baladí que la ruptura paradigmática de la justicia, que representa el llamado pecado original (Gn 3), esté vinculada con la pretensión de ser aquello que no se es y que expresa la serpiente: “seréis como Dios” (Gn 3,5).
Tal y como representa el relato creacional, la injusticia genera una ruptura de esa comunión armoniosa de lo diverso que caracteriza el proyecto originario de Dios y que se cumplirá en plenitud en el tiempo escatológico. Solo para ejemplificar esta comprensión que atraviesa la lógica bíblica, la tradición judía va a interpretar que la violencia de las alimañas es consecuencia directa del pecado humano y que el futuro escatológico se caracterizará por la convivencia armoniosa de animales contrapuestos (cf. Is 11,6-9)11.
La justicia bíblica, por tanto, no es “igualitaria”, sino que asume e integra la diversidad, de tal manera que las relaciones justas son aquellas que respetan la peculiar identidad de cada uno sin que esta quede dañada. Haciendo nuestra la definición de Pietro Bovati, podríamos decir que:
La relación de justicia (en contraposición a la relación injusta) es entonces aquella que respeta, promueve y realiza el sentido de cada uno de los sujetos; en otras palabras, la justicia es aquella cualidad (o virtud) de la relación por la cual se da a cada uno lo que le corresponde como sujeto12.
Cuando la justicia se vulnera, el mundo bíblico considera que los vínculos se pueden restablecer a través de dos recursos13: el juicio a tres (mišpāṭ) y el careo víctima-victimario (rîb). Estamos más familiarizados con el primero de estos procedimientos, pues se pretende clarificar quién es la víctima contra la que se ha cometido la injusticia y quién es el responsable al que se debe castigar. Para ello, se requiere de una persona imparcial que ejerza de juez y sea ante quien se planteen los argumentos de las partes afectadas. La prioridad del mišpāṭ no es el restablecimiento de las relaciones rotas, pues culmina siempre con una condena. Además, la resolución del conflicto se impone desde alguien que, como condición, no está implicado en el conflicto. Se trata, en realidad, de un sistema muy similar a aquello que hemos denominado justicia penal en el apartado anterior.
El rîb, por su parte, es un proceso presente en la Escritura pero que, por su propia naturaleza, es probable que se realizara casi exclusivamente en el ámbito privado y familiar. Se caracteriza por su carácter bilateral. No requiere de terceras personas, sino que implica directamente a quienes se han visto afectadas por la injusticia. La finalidad de este careo es restaurar la relación vulnerada. Para ello, la parte herida toma la iniciativa y se posiciona ante el victimario denunciando el daño causado. El hecho de que sea la víctima quien da el primer paso evidencia una disposición al perdón por parte de esta, aunque siempre que se produzcan las condiciones necesarias para ello. La reconciliación solo se culmina en la medida en que el victimario asuma su responsabilidad y restituya el daño realizado.
Mientras el mišpāṭ es un procedimiento que tiene siempre un final, no es así en el caso del rîb. Tanto la fuerza como la debilidad del careo se encuentran, precisamente, en el absoluto respeto a la libertad de las partes afectadas. Del mismo modo que la iniciativa ha de brotar de la víctima, también el victimario debe aceptar las consecuencias de su obrar sin imposición externa. Esto explica que ambos procesos resulten complementarios, pues el mišpāṭ sale al paso de los límites del rîb. Cuando la libertad de alguna de las partes no permite concluir el careo, se hace necesario recurrir a una tercera persona. A pesar de las posibles analogías, la complementariedad de estos procesos bíblicos supone una de las mayores diferencias con la justicia penal y restaurativa, pues esta última no se contrapone ni sustituye a la penal14.
Existen ciertos paralelismos entre la justicia restaurativa y el careo bíblico. Con todo, por más que este proceso en la Escritura lo inicie quien sufrió la injusticia, no es siempre así en los casos de encuentros restaurativos. Desde estas claves, la reconciliación entre Jacob y Esaú no parece responder al rîb tal y como lo hemos descrito, pero nos puede servir para ilustrar desde la Escritura los procesos de justicia restaurativa.
El llamado ciclo de Jacob comprende Gn 25,19–37,1 y, a pesar de estar configurado por episodios diversos, constituye una narración bastante unitaria gracias al trabajo final del redactor15. La historia de este patriarca gira en torno a un viaje de ida y vuelta que, más allá de un movimiento geográfico, delata el proceso personal que experimenta el protagonista. Esta travesía del personaje, que implica una transformación interior, también resulta ser el paso de unos vínculos fraternos rotos a otros restablecidos16. Junto a esta transformación en la relación entre Esaú y Jacob, de la que nos ocuparemos a continuación, avanza la bendición como una compañera de camino del patriarca, usurpada al comienzo de su viaje y suplicada al final de él.
Como hemos planteado, desde la lógica bíblica la injusticia es siempre aquello que rompe las relaciones interpersonales, pues estas dejan de estar ajustadas a la verdad profunda de las partes implicadas. Por más que hayamos normalizado en nuestro imaginario el comportamiento de Jacob, este resulta muy reprochable. De hecho, su viaje se ve impulsado por el miedo a una comprensible venganza por parte de Esaú17:
Ahora, pues, hijo mío, hazme caso: avíate y huye a Jarán, a donde mi hermano Labán, y te quedas con él una temporada, hasta que se calme la cólera de tu hermano (Gn 27,43-44).
Jacob no aparece como un personaje intachable. No solo traiciona a su propio hermano, sino que también engaña a su padre Isaac aprovechándose de la debilidad de los años (Gn 27). Su condición de tramposo le define hasta el punto de constituir su identidad. Esta viene expresada en su nombre, que el texto bíblico explica como conectado con el término hebreo talón (Gn 25,26). Quien nació sujetando al primogénito por el talón (‘āqab), asume como suyo un nombre que procede del verbo suplantar, echar la zancadilla (‘qb)18.
Si bien la usurpación de la identidad de Esaú es el desencadenante final de la ruptura entre los mellizos, los desencuentros entre ambos comienzan desde el seno materno:
Isaac suplicó a YHWH en favor de su mujer, pues era estéril. YHWH le fue propicio y concibió su mujer Rebeca. Pero los hijos se entrechocaban en su seno. Ella se dijo: “Siendo así, ¿para qué vivir?” Y fue a consultar a YHWH. YHWH le dijo: “Dos pueblos hay en tu vientre, dos naciones que, al salir de tus entrañas, se dividirán. La una oprimirá a la otra; el mayor servirá al pequeño” (Gn 25,21-23).
La relación entre los hermanos esconde el germen del conflicto desde sus más remotos inicios, hasta el punto de que su madre parece cuestionar si la muerte o la misma esterilidad, con todo lo que implica en la mentalidad hebrea, no sería preferible a albergar en su seno dos seres ya en lucha. La matriarca ejerce de profetisa y, tras consultar al Señor, recibe un oráculo. Se le anuncia una división que desborda el límite personal, pues la pugna entre los mellizos traspasa el ámbito doméstico para afectar al social. Se expresa así narrativamente un movimiento de ida y vuelta que configura la realidad. Por una parte, el enfrentamiento entre personas repercute en el entramado social y, por otra, el conflicto interpersonal refleja uno grupal más amplio. Los niveles micro y macro de encuentros y desencuentros están en conexión.
Podría parecer que la causa de la crisis procede del deseo del menor por ser el mayor. En cambio, no se trata solo de la rivalidad por la primogenitura, que el menor quiere arrebatar desde el momento del nacimiento (Gn 25,26), sino que la disparidad de ambos se evidencia en unos gustos diametralmente opuestos:
Crecieron los muchachos. Esaú llegó a ser un cazador experto, un hombre montaraz, y Jacob un hombre muy casero. Isaac quería a Esaú, porque le gustaba la caza, y Rebeca quería a Jacob (Gn 25,27-28).
Mientras a Esaú le gusta la caza, actividad atribuida habitualmente al varón, y es el favorito de su padre, el relato bíblico describe a Jacob más vinculado a su madre y cocinando (Gn 25,29), labor más propia de las mujeres19. La masculinidad normativa del hermano mayor20, escenificada también por la abundancia de vello corporal (Gn 27,11), contrasta con este modo femenino de presentar a Jacob, que llega al culmen cuando el narrador le describe como casero. La expresión hebrea se podría traducir como “un hombre muy de la tienda” (Gn 25,27)21.
La de Jacob es, sin duda, una forma alternativa de ser varón que contrasta fuertemente con las expectativas sociales22. Como sucedía con respecto a la consideración de su comportamiento, una vez más se dibuja al patriarca desde valores culturales que resultan reprochables en ese contexto. En una sociedad en la que los roles masculino y femenino están claramente delineados y determinados23, presentar a Jacob con una masculinidad tan poco normativa nos permite suponer que no despertaría una inmediata ni fácil identificación con él por parte de los varones que escucharan el relato, despertando, más bien, cierta confusión24.
La disparidad entre ambos y el favoritismo de los progenitores acrecientan el abismo que separa a los hermanos25. Así, la ruptura se va gestando en unas circunstancias que no son tan simples como podríamos considerar, pues no se limita a su detonante: la usurpación de identidad descrita en Gn 27. De un modo similar, también resultan complejos los elementos que entran en juego y terminan rompiendo los lazos personales. Más allá de posibles lecturas superficiales, las acciones concretas que generan un daño no suelen aparecer de manera aislada, sino que suelen venir acompañadas de prejuicios, vivencias o motivaciones inconscientes que también habrá que abordar en los procesos restaurativos.
Con todo, la complejidad de la situación no implica ninguna duda sobre quién es la víctima y quién el victimario. Es importante que no olvidemos la superioridad ética de la víctima. Jacob es responsable de suplantar la identidad de Esaú, quien sufre las consecuencias del engaño. Por más que la promesa divina continúe por el linaje del hermano menor, su comportamiento resulta reprochable y causa la ruptura del vínculo fraterno, escenificada en el llanto impotente del burlado (Gn 27,38). La repetición insistente del término hermano (’āḥ) demuestra que la fraternidad vulnerada se convierte en una cuestión clave en el relato26. Una vez esbozada la herida que rompe la relación entre Jacob y Esaú, prestemos ahora atención al reencuentro entre ambos.
La recuperación de la fraternidad se produce por medio de un encuentro entre los mellizos que podríamos calificar de restaurativo. El abrazo y reconciliación de Esaú y Jacob es el culmen de un proceso que, desde una perspectiva literaria, comienza en Gn 32,4 y no concluye hasta Gn 33,17. Todo el viaje de regreso del patriarca es, en realidad, un retorno a la fraternidad. Resulta significativa la amplia extensión del texto, pues manifiesta la complejidad y la lentitud que caracterizan este modo de restablecer la justicia y que no se reduce a un encuentro entre afectados, pues este no siempre se produce.
Aunque la narración bíblica solo nos presenta la perspectiva del victimario, deja clara la necesidad de cierto margen temporal para que los afectados adquieran la actitud interior esencial para el reencuentro. Jacob tarda veinte años en disponerse a regresar a su tierra y retomar la relación rota con su hermano (Gn 31,41). En ese tiempo, paradójicamente, él mismo experimentó las artimañas de su suegro, Labán. Él le desposó con Lía en vez de con Raquel, de forma similar a como Jacob se presentó ante Isaac en vez de Esaú (Gn 29,20-27). Quien había engañado a su padre y a su hermano, quien llevaba en su nombre la marca del engaño, resultó, a su vez, engañado. No es descabellado considerar que esta experiencia le permitirá ponerse en la piel de su hermano mayor y hacerse cargo de cómo se había sentido este.
Quizás sea esta vivencia en carne propia la que provoca un incipiente reconocimiento del daño causado a Esaú y uno de los motores que impulsa el camino de regreso del patriarca. Como no podía ser de otro modo, los preparativos del encuentro entre los mellizos están marcados por el miedo, probablemente por ambas partes:
Jacob envió mensajeros por delante hacia su hermano Esaú, al país de Seír, la estepa de Edom, encargándoles: “Diréis a mi señor Esaú: ‘Esto dice tu siervo Jacob: Fui a pasar una temporada con Labán y me he demorado hasta hoy. Me hice con bueyes, asnos, ovejas, siervos y siervas; y he decidido avisar a mi señor, por ver si hallo gracia a sus ojos’”. Los mensajeros volvieron a Jacob y le dijeron: “Hemos ido donde tu hermano Esaú, y él mismo viene a tu encuentro con cuatrocientos hombres” (Gn 32,4-7).
Si bien el victimario se presenta como siervo y pide hallar gracia (Gn 32,5-6), los emisarios del hermano menor le informan de que Esaú ha movilizado a cuatrocientos hombres para salir a su encuentro (Gn 32,7). En esta reacción de la víctima podemos intuir una mezcla de rabia y temor, pues ya se sabe que no hay mejor defensa que un buen ataque. El miedo ante la reacción de alguna de las partes implicadas condiciona y dificulta los encuentros restaurativos, como también refleja el texto bíblico27.
En el modo en que el patriarca se presenta parece haber un indirecto y sutil reconocimiento de la propia culpa, pues se reconoce siervo ante la víctima y necesitado de que ella le regale gracia. Con todo, el envío de mensajeros tras los que esconderse nos permite intuir que aún no se encuentra preparado para presentarse desprotegido y en verdad ante Esaú. Los miedos de Jacob se confirman ante la información que recibe. Se siente amenazado y asustado, de ahí que prepare una estrategia para protegerse, adelantando su llegada con regalos (Gn 32,8-22).
No podrá haber acercamiento sin señales que permitan a la víctima reconocer la buena intención del victimario y bajar la guardia ante un posible encuentro. La restauración de los vínculos rotos solo es posible cuando quien ha herido asume la responsabilidad de sus actos. Los dones que envía Jacob no son los que provocarán la reconciliación, pero sí muestran por parte del patriarca cierta conciencia del daño provocado y reflejan la disposición a restituirlo28.
El texto bíblico, como relato creyente y para creyentes, nos ofrece la clave desde la que comprender la necesaria transformación interior de las partes implicadas en la justicia restaurativa. Entre los preparativos y el encuentro entre ambos se produce la lucha nocturna de Jacob con un personaje misterioso que resulta ser Dios.
Aquella noche se levantó, tomó a sus dos mujeres con sus dos siervas y a sus once hijos y cruzó el vado del Yaboc. Los tomó y les hizo pasar el río, junto con todo lo que poseía. Cuando Jacob se quedó solo, estuvo luchando alguien con él hasta rayar el alba (Gn 32,23-25).
Detrás de un abrazo de reconciliación hay muchas luchas internas que, en creyente, también son contra Dios29. El enfrentamiento se produce en una soledad buscada y pretendida, pues el patriarca hace que su familia cruce el río por delante de él. El combate se da, además, en la noche, con la carga simbólica y existencial que esto supone.
Pero viendo que no le podía, le tocó en la articulación femoral, y se dislocó el fémur de Jacob mientras luchaba con aquel. Este le dijo: “Suéltame, que ha rayado el alba”. Jacob respondió: “No te soltaré hasta que no me hayas bendecido”. Dijo el otro: “¿Cómo te llamas?” –“Jacob”– “En adelante no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y has vencido”. Jacob le preguntó: “Dime por favor tu nombre” –“¿Para qué preguntas por mi nombre?”– Y le bendijo allí mismo. Jacob llamó a aquel lugar Penuel, pues (se dijo): “He visto a Dios cara a cara, y he salvado la vida” (Gn 32,26-31).
El texto bíblico juega con la ambigüedad, pues no nos permite tener una clara certeza sobre quién se impone en la lucha. Mientras parece que es Jacob el que puede al misterioso personaje y del que se dice que “ha vencido” (Gn 32,26.29), el patriarca saldrá cojeando y reconociendo que “ha salvado la vida” (Gn 32,31-32). El pasaje nos permite vislumbrar la vivencia que acompaña muchos procesos restaurativos, en los que la victoria en los tribunales no ha supuesto que se saneen las heridas provocadas por el daño. Vencer implica ganar, pero no supone necesariamente pacificar, y esto es lo que experimenta el patriarca.
El diálogo entre Jacob y su misterioso contrincante se inicia cuando empieza a rayar el alba y la oscuridad comienza a ser iluminada (Gn 32,27). Es en ese momento cuando el patriarca le suplica una bendición a su adversario. La ruptura con su hermano había culminado al usurparle la bendición con un ardid. Esa grieta podrá restañarse con el impulso de otra bendición, la que el patriarca reclama tras una larga noche de lucha, que no deja ileso a Jacob sino renqueante (Gn 32,32). Lo que había sido apropiado indebidamente, aprovechando la ceguera y fragilidad de Isaac, se recibe ahora en la oscuridad y en la vulnerabilidad del patriarca. Pero, para acoger esa bendición, ha de responder a la pregunta sobre su identidad.
Nuestro protagonista solo puede dejarse transformar cuando reconoce ante Dios su verdad30, expresada en un nombre que le identifica como quien engaña y pone la zancadilla. Este cambio queda expresado en el texto bíblico con el hecho de recibir un nuevo nombre: Israel (Gn 32,28-29)31. Jacob necesita reconocer la vergonzosa realidad de ser un victimario para poder abrirse a un nuevo futuro32. Paradójicamente, solo podrá liberarse de su identidad de agresor en la medida en que esta es aceptada.
Los procesos de justicia restaurativa también pretenden liberar a las partes implicadas de la identidad que han recibido a partir del daño sufrido. Se busca dejar de entenderse como víctimas o victimarios, pues hacerlo reduce la propia verdad, más amplia y compleja, a esa limitante condición. El encuentro restaurativo solo se puede producir desde el reconocimiento mutuo, desde la consideración del otro en su humanidad. De este modo, descubrir y aceptar la propia verdad se convierte en condición de posibilidad para acoger al otro en la suya.
Dar el paso a una justicia que restaure a las personas conlleva que el perpetrador reconozca que su actuar ha generado víctimas y sufrimiento. Aunque esto sea fundamental, no es suficiente. Es necesario también aceptar que esa verdad puede cambiar. Se requiere perdonarse a sí mismo hasta el punto de acoger una nueva identidad y decidirse a dejar de ser Jacob, quien “pone la zancadilla”, para transformarse en Israel, aquel más fuerte que sus errores y que vence a Dios dejándose vencer por Él (Gn 32,29). Esta experiencia interior, que el relato bíblico expresa simbólicamente como un enfrentamiento nocturno, genera un antes y un después en el protagonista. Este cambio se va a hacer evidente en el encuentro con Esaú, pues implica una forma nueva de percibir a la víctima.
Jacob alzó la vista y, al ver que venía Esaú con cuatrocientos hombres, repartió a los niños entre Lía, Raquel y las dos siervas […] Él se les adelantó y se inclinó en tierra siete veces, hasta llegar donde su hermano. Esaú, a su vez, corrió a su encuentro, lo abrazó, se le echó al cuello, lo besó y lloró (Gn 33,1.3-4).
Tras la lucha, Jacob parece vencer el miedo ante la reacción de Esaú, evitando esconderse y poniéndose frente a la caravana que le acompaña (Gn 33,3). Abandona la protección y se presenta con la propia verdad por delante. Además, se acerca al encuentro con él desde la veneración que genera el dolor de las víctimas cuando intuimos su profundidad y alcance, inclinándose en tierra hasta siete veces (Gn 33,3). Solo cuando el sufrimiento provocado conmueve al victimario, puede haber un abrazo que resulte sanador para ambas partes.
El texto, al ofrecernos la única perspectiva del victimario, no nos relata la experiencia de transformación de Esaú, por más que nos permita intuirla. Aquel que había movilizado a cuatrocientos hombres ante el regreso de su mellizo sale corriendo al encuentro de su hermano menor, abrazándolo y besándolo entre lágrimas (Gn 33,4). También en su interior se ha producido un cambio que le permite acoger, perdonar y llamar “hermano mío” a quien tanto daño le había causado (Gn 33,9).
Si antes del encuentro las ofrendas enviadas por Jacob ya mostraban cierta conciencia de responsabilidad, los regalos posteriores al abrazo fraterno resultan aún más elocuentes:
Dijo Esaú: “¿Qué pretendes con toda esta caravana que acabo de encontrar?” – “Es para que mi señor muestre buena disposición hacia mí”–. Dijo Esaú: “Tengo bastante, hermano mío; sea para ti lo tuyo”. Replicó Jacob: “De ninguna manera. Si te alegras de verme, toma el regalo que te doy, ya que he visto tu rostro como quien ve el rostro de Dios, y me has mostrado simpatía. Acepta, pues, el obsequio que te he traído; pues Dios me ha favorecido y tengo de todo”. Y le instó tanto que aceptó (Gn 33,8-11).
El texto describe un forcejeo entre los mellizos que expresa la importancia de la aceptación para la reconciliación fraterna. No resulta baladí que el término hebreo que nuestra versión castellana traduce como obsequio signifique, literalmente, mi bendición (Gn 33,11: bīrkātî)33. La insistencia del patriarca en que Esaú acepte los regalos cuando ya parece haberse restañado la ruptura entre ambos refleja aún con más fuerza la convicción de que su comportamiento requiere una restitución. El perdón de las víctimas no puede obviar la necesaria reparación por parte de quienes se saben causantes de sufrimiento.
Tras la lucha nocturna y la transformación personal que esta supone, Jacob descubre en su hermano mayor no a un enemigo que batir ni a un vengador del que protegerse. Al revés, reconoce en su rostro el rostro del mismo Dios mostrándole simpatía (Gn 33,10)34. La acogida y el perdón que recibe de la víctima son percibidas como reflejo del perdón y la acogida que ha experimentado por parte de quien ha volcado en su nuevo nombre una misión nueva, alejada del engaño. Esta correlación entre la experiencia religiosa del patriarca y aquella que tiene ante Esaú se expresa narrativamente multiplicando las referencias al hallar gracia35. Quien ha hallado gracia ante el Señor la busca también ante Esaú. De hecho, solo un Jacob reconciliado consigo mismo puede vislumbrar la faz divina en su mellizo y reconocer su favor36.
El restablecimiento del vínculo entre los mellizos no implica que la relación tenga que volver a ser como era o que tengan que compartir la existencia. De hecho, ambos se separan para continuar por caminos distintos (Gn 33,12-17). El conflicto queda resuelto y eso mismo es lo que les capacita a ambos para reintegrarse de forma nueva a sus propias vidas, permitiendo que estas fluyan por sendas diversas, sin necesidad de permanecer compartiendo espacio físico.
La injusticia cometida y el daño causado unen de manera dolorosa e inconsciente a las partes afectadas, por eso la justicia restaurativa pretende la liberación de esos dolorosos lazos que mantienen unidos a la víctima y al victimario, impidiéndoles seguir su recorrido vital de manera independiente. De hecho, del mismo modo que la injusticia cometida permanecía en el tiempo a pesar de la distancia geográfica que Jacob había marcado, la justicia restaurada tampoco depende de la cercanía o lejanía entre ambos. Los procesos restaurativos pretenden resignificar esos vínculos para que dejen de amarrarles y puedan recuperar autonomía y libertad interior.
Es obvio que la aplicación de la justicia restaurativa no está condicionada por ser o no creyentes, pero la experiencia de fe puede potenciar y allanar la compleja senda que implica. Desde esta visión, hemos mostrado cómo el reencuentro entre Esaú y Jacob puede leerse e interpretarse desde las claves fundamentales de la justicia restaurativa. Entre las líneas del texto bíblico se vislumbran los elementos esenciales que caracterizan este peculiar modo de subsanar las injusticias y atender a las necesidades de las partes implicadas. Por más que el protagonista indiscutible del relato bíblico sea el victimario, en el pasaje encontramos el encuentro entre este y la víctima, la reparación del daño causado, la reintegración existencial de víctima y victimario y la participación de todos en la resolución del conflicto.
A pesar de la capacidad que tiene el relato bíblico para ilustrar elementos relevantes de la justicia restaurativa, no podemos olvidar las cuestiones que, siendo importantes, no encuentran reflejo en la narración. Por una parte, no conviene obviar que aquello que describe el texto resulta ser el final de un proceso mucho más amplio y que no siempre culmina en un encuentro entre víctimas y victimarios, sin que este diverso final implique necesariamente que no se alcance el objetivo de pacificar y sanar las heridas de las personas afectadas. Por otra parte, a pesar de la tímida referencia al conflicto entre los pueblos que ambos personajes representan en el vientre materno, la narración no tiene en cuenta a la comunidad en cuyo seno se ha producido la injusticia. Rebeca e Isaac, implicados como parte del grupo humano al que pertenecen los mellizos, permanecen ajenos al reencuentro y a lo que este significa.
Del mismo modo que el conflicto entre Jacob y Esaú desde las entrañas maternas remitía al enfrentamiento entre dos pueblos, la reconciliación en ámbitos más amplios solo podrá darse en la medida en que esta se vaya produciendo a un nivel más personal. Los vínculos sociales rotos solo se podrán restaurar de abajo a arriba, dando pasos interpersonales que, aunque sea de manera lenta y poco evidente, vayan determinando, sanando y restableciendo el entramado social.
Con todo, el pasaje no solo ilustra desde la Escritura el valor de los encuentros restaurativos, sino que también introduce un elemento fundamental para acompañar estos procesos desde una perspectiva creyente. La teofanía que se intercala entre la preparación y el abrazo de Esaú y Jacob nos ofrece una clave religiosa capaz de iluminar el proceso interior que experimentan tanto la víctima como el victimario.
El relato bíblico solo nos ofrece la perspectiva del perpetrador y su encuentro con Dios, calificado de “lucha”, provoca un cambio en él. Le dispone para asumir con responsabilidad el daño causado, para percibir el valor y la dignidad del otro y para acoger el perdón. En el caso de Esaú, el texto del Génesis solo nos permite intuir una transformación que le abre al perdón y le permite integrar emociones como la rabia o, incluso, la culpabilidad, tan característica de las víctimas.
Desde esta perspectiva, la bendición divina, que recorre el ciclo de Jacob, podría comprenderse como el motor generador de cambio. La narración bíblica evidencia que su fuerza solo puede desplegarse y transformar el interior de la persona cuando es pedida y acogida como don, pero que pierde ese potencial cuando pretende ser apresada y usurpada con astucia y mentiras. Requiere, además, no guardarse para sí, sino devolverse con agradecimiento a aquellos en quienes se descubre el reflejo del rostro divino. Acompañar estos encuentros restaurativos desde una mirada creyente implica reconocer que la transformación fundamental que los hace posibles no depende de nosotros, por más que podamos propiciar la acogida de esa bendición que, como toda gracia, se nos transforma en tarea a cumplir con responsabilidad.
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[recibido: 12/01/23 – aceptado: 15/02/23]
1 Una versión más breve de este texto constituyó el contenido de una comunicación en el II Congreso Internacional de Estudios Bíblicos que tuvo lugar online del 27 de junio al 1 de julio del 2022 con el título “Fraternidad y sororidad desde la Biblia. Aproximaciones textuales, contextuales e intertextuales”.
2 De la complejidad de este proceso sirve de ejemplo y da fe el trabajo de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No repetición de Colombia, cuyo informe final se presentó cinco años después de su inicio, el 28 de junio de 2022. Se puede consultar online en: https://www.comisiondelaverdad.co/.
3 La bibliografía al respecto es muy amplia. Para una visión global de la cuestión, Zehr, El pequeño libro de la Justicia Restaurativa; Domingo de la Fuente, “¿Qué es la Justicia Restaurativa?”, 6-11; Olalde Altarejos, “Encuentros restaurativos”, 21-35; Giménez-Salinas – Rodríguez, “El concepto Restaurativo”, 61-74.
4 Así lo plantea, Tamarit Sumalla, “El lenguaje y la realidad”, 46-47.
5 De hecho, la reparación emocional y moral, como, por ejemplo, recibir disculpas o percibir que el victimario se arrepiente, es preferida por las víctimas a la reparación material, sin que por ello ambas dejen de ser necesarias. Tamarit Sumalla, “El lenguaje y la realidad”, 58-59.
6 Sobre estos casos concretos, Pascual Rodríguez (coord.), Los ojos del otro; Vega Dueñas – Olalde Altarejos, “La justicia restaurativa”.
7 De ahí que algunos autores hablen de maximalismo cuando la puesta en práctica consiste en procesos reconocidos como tales por cumplir con exactitud las finalidades y principios propios del modelo, y de minimalismo cuando se siguen principios restaurativos más allá de las prácticas restaurativas más reconocidas. Cf. Tamarit Sumalla, “El lenguaje y la realidad”, 46-47.
8 Resulta relevante el papel que tuvieron miembros de comunidades menonitas de Estados Unidos en el desarrollo de programas restaurativos. Sobre la vinculación de la justicia restaurativa y el cristianismo, Tamarit Sumalla, “El lenguaje y la realidad”, 45-46.
9 Algunas síntesis, aunque desde perspectivas diversas, se ofrecen en von Rad, Teología del Antiguo Testamento, 453-468; Bonora, “Justicia”; Bovati, “Quando le fondamenta sono demolite”; García Fernández, “Justicia”, 398-409. Ver también, Descamps, “Justicia”.
10 Sobre este tema, Wolff, Antropología del Antiguo Testamento, 281-290.
11 En la Vida griega de Adán y Eva, un texto judío extrabíblico fechado en el siglo i d. C., un animal salvaje le reprocha a Eva el cambio sufrido en su condición con estas palabras: “Y la fiera gritó: ‘Tu arrogancia y tu llanto no van contra nosotros, sino contra ti misma, puesto que de ti surgió el comportamiento salvaje. ¿Cómo se abrió tu boca para comer el árbol que Dios te había prohibido comer? Por eso se transformó también nuestra naturaleza. Así que ahora, si me pongo a refutarte, no podrás soportarlo’” (VidAd 11). Tomamos la traducción al castellano de, Fernández Marcos, “Vida de Adán y Eva”. Sobre este tema, García-Huidobro, El regreso al Jardín del Edén, 151-160.
12 “La relazione di giustizia (opposta alla relazione ingiusta) è allora quella che rispetta, promuove e porta a compimento il senso di ognuno dei soggetti; in altre parole, la giustizia è quella qualità (o virtù) della relazione per cui a ognuno è dato quello che gli spetta como soggetto”. Cf. Bovati, “Quando le fondamenta sono demolite”, 14.
13 Cf. Bovati, Ristabilire la giustizia; Bovati, “Quando le fondamenta sono demolite”, 26-32; Bovati, Vie della giustizia secondo la Bibbia.
14 Para una mirada panorámica al sistema jurídico del Israel antiguo, Beaton, “Finding Justice in Ancient Israelite Law”, 139-158.
15 Sobre este ciclo, von Rad, El libro del Génesis, 325-428; Westermann, Genesis 12–36, 405-409; Hamilton, The book of Genesis, 173-402; Zurli, Giacobbe in cammino; Hensel, “The History of the Jacob Cycle”, 1-9; Anderson, Jacob and the Divine Trickster.
16 Es probable que esta reconciliación refleje las relaciones positivas que mantenía Edom y la zona de Israel. Para una más amplia explicación sobre este transfondo histórico, Hensel, “Edom in the Jacob Cycle”, 57-133. Desde otra perspectiva, resulta relevante la aportación de Giuntoli sobre cómo la inclusión redaccional de Gn 32,10-13 afecta al contexto, Giuntoli, L’Officina della Tradizione, 15-135.
17 A lo largo del artículo recurriremos a la traducción castellana de, Ubieta López (dir.), Nueva Biblia.
18 Cf. Alonso Schökel (dir.), Diccionario bíblico hebreo-español, 584-585. El mismo texto bíblico juega con la raíz cuando Esaú afirma: “Con razón se llama Jacob, pues me ha suplantado (‘qb) estas dos veces” (Gn 27,36). Sobre esta raíz, Zobel, “עקב”.
19 De hecho, será Rebeca quien cocine el guiso que Jacob lleva a Isaac cuando suplanta a su hermano mayor (Gn 27,9).
20 Parece evidente que la de Esaú sería una masculinidad hegemónica coherente con la definición que de ella hace Raewyn Connell: “el patrón de conducta social de los hombres, o asociado a su posición social, que es el más prestigioso, que ocupa una posición central en una estructura de relaciones de género y que ayuda a estabilizar un orden de género desigual en su conjunto […] este patrón de masculinidad se distingue no solo de la feminidad, sino también de las masculinidades subordinadas o marginadas que existen en la misma sociedad”. Connell, “Los hombres, la masculinidad y Dios”, 18.
21 Hay quien considera que el texto sugiere una superioridad cultural de Israel, referido a la tienda, frente Edom, descrito de manera más salvaje. Matskevich, Construction of Gender, 166. Esta misma interpretación se convierte en un paralelo más que Hamori encuentra entre el Ciclo de Jacob y Gilgamesh. Hamori, “Echoes of Gilgamesh”, 633.
22 Así lo plantea, por ejemplo, Matskevich, 171-172.
23 Aunque se haya estudiado más en relación con el Nuevo Testamento, no hay argumentos para considerar que el honor y la vergüenza no fueran también antes unos valores culturales clave. Estos adquieren diferentes consideraciones según se trate de varones o mujeres. Sobre esta cuestión, Malina, El mundo del Nuevo Testamento, 68-70.
24 Sobre esta confusión que generan otros modos de ser varón, Anderson, “Una teología para reimaginar las masculinidades”, 30-31. No deja de resultar significativo que este autor recurra a la historia bíblica de Jacob como marco narrativo de una monografía sobre el tema. Anderson, Jacob’s Shadow: Reimagining Masculinity.
25 Esta oposición refleja, en realidad, el contraste narrativo que se presenta entre Rebeca e Isaac en este ciclo. Es ella quien recibe la revelación y cuyas acciones contrastan con la debilidad física del patriarca. Sobre esta cuestión, Matskevich, 166-175.
26 Así se evidencia en las trece veces que se repite durante este capítulo del Génesis: Gn 27,6.11.23.29.30.35.37.40.41.42.43.44.45.
27 Resulta significativa la plegaria de Jacob, en la que confiesa su miedo y pide a Dios que le libre de una reacción violenta de su hermano (Gn 32,12).
28 Spero, “Jacob and Esau”, 249-250, sugiere la transformación que pudo vivir Esaú y el papel de los regalos previos.
29 Existe un juego fonético en hebreo entre los verbos luchar (Gn 32,25-26: ’bq), y abrazar (Gn 33,4: ḥbq). Se hace necesario enfrentarse a muchas luchas y resistencias para poder acoger al otro en un abrazo.
30 En la lógica propia de la Escritura, revelar el nombre implica poner la totalidad de la persona en manos de otro. Cf. Ravasi, Guía espiritual del Antiguo Testamento, 233.
31 La etimología de Israel no solo procede, como sugiere el texto, de luchar (śrh), sino también de la raíz yšr que apunta a la rectitud, el significado contrario al que apuntaba ‘qb.
32 Cf. Grossman, “Jacob’s Struggle at Jabbok”, 153-154. Frente a esta opinión más habitual sobre la transformación que refleja el cambio de nombre, Anderson considera que el cambio de nombre valida el comportamiento anterior de Jacob, que volverá a engañar a Esaú cuando se reencuentre con él. Desarrolla la postura habitual y la suya en Anderson, Jacob and the Divine Trickster, 130-171.
33 Como afirma Alonso Schökel, “el que robó la beraka bendición ofrece ahora una abundante beraka obsequio. Y Esaú lo acepta. Se rompe el maleficio y se cierra el ciclo del rencor”. Alonso Schökel, ¿Dónde está tu hermano?, 215.
34 El nombre que Jacob otorga al lugar del enfrentamiento nocturno es, precisamente, Penuel, cuya etimología se explica por haber visto a Dios cara a cara (Gn 32,31).
35 El verbo agraciar (ḥnn) y hallar gracia (mṣ’ ḥēn) se repite en Gn 33,5-11 hasta cinco veces y en Gn 33,5.8.10.11.15.
36 El verbo hebreo que nuestra versión castellana traduce como mostrar simpatía (rṣh) aparece solo en esta ocasión en Génesis y suele emplearse teniendo a Dios como sujeto. Se trata de una muestra más de la correlación entre la experiencia religiosa de Jacob y la reconciliación con su hermano.